(Prólogo de Alberto Vázquez-Figueroa)
Este es uno de los libros que más me han fascinado e impresionado de cuantos
he leído en los últimos tiempos. Es un relato valiente y sobrecogedor, sobre
todo por el hecho de que sale de la pluma de una hermosa muchacha que, poco a
poco, advierte cómo se van truncando sus maravillosos sueños juveniles pero
continúa luchando con estremecedor coraje intentando mantener intacta toda su fe
y todas sus esperanzas. Al concluirlo no he podido por menos que preguntarme si
en su caso hubiera sido capaz de conservar semejante fuerza de espíritu, y debo
reconocer que no; que por mucho que presuma de haber sobrevivido a guerras,
tragedias y catástrofes, una guerra, una tragedia y una catástrofe personal e
interior de tal magnitud me hubiera aniquilado a las primeras de cambio.
Yo ya estaría vencido pero María Pino continúa adelante, sonríe, incluso en
ocasiones bromea sobre si misma sentándose a escribir un nuevo capítulo que te
va convirtiendo poco a poco en un enano sin aliento frente a la arrolladora
personalidad de una criatura que se atreve a mirar a los ojos a un monstruo cuya
sola mención nos obliga a ocultarnos en la más profunda de las cuevas.
Y quizás lo que más me ha gustado de este libro, es el hecho de que a través
de sus páginas he conseguido comprender como lector lo que nunca conseguí
comprender como padre: qué es lo que siente una bella adolescente que descubre
que ante ella se abre un mundo al que muy pronto tendrá que entrar a formar
parte como mujer, como esposa y como madre.
Entre estas páginas conviven una niña soñadora, una muchacha asustada y una
adulta golpeada pero nunca vencida, y la lectura de ese viaje, corto en el
tiempo, largo en su amargo recorrido, es como la contemplación de un documental
rodado en cámara ultra rápida en el que se observa cómo de la tierra surge un
tallo que en cuestión de minutos se transforma en planta, nacen las flores y
crecen los frutos.
La enfermedad ha obligado a madurar demasiado aprisa a María Pino, pero lo
que más me maravilla es que, aunque esté escribiendo desde esa absoluta madurez,
cuando escribe de su niñez, lo hace como niña, y cuando escribe de su
adolescencia lo hace como adolescente.
Ningún autor consagrado lo conseguiría nunca, porque ninguno ha madurado
tanto, tan increíblemente bien y tan aprisa.
Alberto Vázquez-Figueroa